martes, 2 de noviembre de 2021

AYA MARCAY QUILLA: Los Incas y el culto a los muertos

En el Imperio Inca la muerte tenía fuertes vínculos con la vida cotidiana. Según los historiadores, esta sociedad andina tenía conceptos espirituales y del tiempo distintos a los de la civilización occidental. Por ello, creían que sus antepasados permanecían en la tierra luego de su fallecimiento. De esta forma, los muertos formaban parte de su entorno e intervenían en la toma de decisiones. En el calendario que regía las tierras dominadas por los Incas, noviembre correspondía al mes de los difuntos. Esta temporada, que de acuerdo con el ciclo agrícola marcaba el inicio del conjunto ceremonial del año. La siembra finalizó y la tierra estaba preparada para hacer la cosecha, se la denominó Aya Marcay Quilla. El Aya (difunto, en quechua) se convirtió por tanto en el punto sobre el que giraría la actividad cotidiana del incario y al cual se le dedicó una serie de ritos que, Felipe Guamán Poma de Ayala, describe de este modo: “En este mes (noviembre) sacan los difuntos de sus bóvedas que llaman pucullo, y le dan de comer y beber, le visten de sus vestidos ricos, le ponen plumas en la cabeza, cantan, danzan con ellos. El Aya Marcay Quilla, era época de retorno de las almas. No podía ser un día de lamentaciones, al contrario, un día de júbilo, ya que los muertos se tomaban la molestia de volver (en largo viaje) a un mundo que ya no les pertenecía y asegurarse de que entre su gente todavía esté intacta su memoria”. Al respecto, varios cronistas narran que los soberanos eran sometidos a misteriosas técnicas de momificación tras su deceso. Estas momias, en vez de ser apartadas de la vida pública, ocupaban lugares privilegiados en sus palacios. Ahí recibían cuidados, las veneraban, las sacaban en procesión cada 2 de noviembre y también podían realizar actividades civiles como contraer matrimonio. “Las momias no fueron percibidas como muertos, sino como vivos. Como tales, podían tener hambre, sed y frío. Tenían que comer y beber, calentarse con fuegos, ser limpiadas y cambiadas de ropa. Además participaban en las fiestas, se visitaban mutuamente y también a sus parientes vivos”, explica el investigador alemán Stefan Ziemendorff, quien ha estudiado a fondo la historia de las momias incas. Según Ziemendorff, un testimonio insólito sobre el tratamiento de las momias en el incanato lo ofrece el encomendero español Polo de Ondegardo, quien en 1559 había incautado varias momias de las familias reales (panacas) del Cuzco. En 1571, Polo de Ondegardo relató que el jefe de una panaca había bebido con y en nombre de una momia. Se narra incluso que este jefe llevaba la momia consigo a cuestas para hacerla orinar. La tradición prehispánica señala que los incas una vez muertos no dejaban herencia. Las momias seguían ‘viviendo’ en sus palacios en el Cuzco con todos sus tesoros y servidumbre e incluso mantenían sus casas de campo en los alrededores de la ciudad imperial. Según Ziemendorff, Chinchero era una región que pertenecía a Túpac Yupanqui, Calca a Wiracocha y Yucay a Huayna Capac. Tras su muerte, estos gobernantes mantuvieron sus posesiones. “A manera de ejemplo, el escribano Sancho de la Hoz escribe en 1534: “Cada señor difunto tiene aquí su casa y todo lo que le tributaron en vida, porque ningún señor que sucede puede luego de la muerte del antepasado tomar posesión de su herencia. Cada uno tiene su vajilla de oro, de plata, sus cosas y ropas aparte, el que le sucede nada le quita”, cita Ziemendorff. En general, en el Imperio Inca las viudas podían volver a casarse. La excepción eran las esposas de los soberanos incas que debían permanecer junto a sus momias cuidándolos cuando estos fallecían. Y tanta vigencia tenían estos muertos en la sociedad inca que podían seguir casándose. El historiador Waldemar Espinoza refiere que en un documento colonial de Cajamarca se constató que la hija de un cacique de esa ciudad fue enviada “como esposa a Huayna Cápac” por órdenes del bastardo Atahualpa. Esto a pesar de que este ya había muerto cuatro o cinco años antes. Ziemendorff resalta también que aunque los súbditos del Inperio respetaban a las momias, las numerosas tierras que los muertos habían acumulado llegaron a irritar a Huáscar, cuando este asumió el poder en el Cuzco, quien quiso acabar con esa costumbre. Huáscar propuso que todos los recursos sean usados en adelante solo para los vivos, ya que considero absurdo que esa práctica continuase porque de lo contrario el Cuzco se convertiría en un gigantesco mausoleo, lo cual le gano la animadversión de la nobleza cuzqueña que lo vio como un sacrilegio a sus antepasados y comenzaron a conspirar contra él. De esas disensiones se dio cuenta el bastardo Atahualpa para rebelarse en Quito, afirmando maliciosamente que el si respetaría las tradiciones, dando origen a una sangrienta guerra civil que al final, destruyo al Imperio, ya que una vez triunfante no respeto su palabra y ordeno a sus generales la matanza de todos los partidarios así como a la familia de Huáscar en el Cuzco con el objetivo de no dejar escapar a ninguno con vida, así como hizo quemar la momia de Túpac Yupanqui, a quien odiaba en extremo por haber conquistado Quito. Su sed de sangre era infinita, pero no pudo ver cumplido sus demenciales deseos ya que capturado en Cajamarca cuando se dirigía al Cuzco a coronarse. Tras ser ajusticiado por Pizarro - acusado de regicida por haber ordenado la muerte de Huáscar - y una vez que los españoles entraron al Cuzco, no pudieron encontrar a las momias restantes porque fueron ocultadas a tiempo y así estuvieron hasta su descubrimiento en 1571, cuando se ordeno que fueran trasladadas a Lima, donde fueron enterradas en el patio del antiguo hospital de San Andrés, del cual se perdió su ubicación original tras ser demolida por lo que actualmente se desconoce el paradero de las momias, si es que aun existen. Actualmente, la ceremonia se sigue celebrando en el Cuzco, de manera simbólica con danzas y música, para recordar tiempos pasados.