martes, 29 de octubre de 2024

EL DEMONIO EN LOS CLAUSTROS DEL PERÚ VIRREYNAL (SIGLO XVII): Una lucha incesante contra el Mal

En el Perú del siglo XVII, caracterizado por una intensa religiosidad, los hombres y mujeres virtuosos vivieron en una permanente confrontación con el demonio, la que fue entendida como expresión del conflicto que se daba entre el Bien y el Mal desde el comienzo de los tiempos y que no culminaría sino hasta el término de ellos. De esta manera, el demonio al intentar la perdición de los “santos”, pretendía destruir la obra de Dios, en la medida en que aquellos eran sus elegidos. Pero, por otra parte, el demonio actuaba en estas materias con permiso de Dios, que buscaba de esa manera probar la fortaleza de sus hijos predilectos. Mientras en el Perú el demonio mantuvo un protagonismo en la cotidianeidad a lo largo de toda la centuria, en Europa su imagen tendía a diluirse. Cabe precisar que la imagen y función del demonio cristiano, en el aspecto conceptual y doctrinario, había sido en gran medida definida por los padres de la Iglesia. A partir de los textos sagrados, los santos padres perfilan al Diablo (palabra de origen griego que significa calumniador) como la encarnación del mal y el enemigo de Cristo, con quien mantienen una batalla hasta el final de los tiempos. Con el descubrimiento y conquista de América el concepto y la imagen del demonio europeo se difundió en esos nuevos territorios con una fuerza notable, al punto de alcanzar en los siglos XVI y XVII una presencia y protagonismo tanto o más intenso que en el centro de la cristiandad. En buena medida, dicha situación está asociada al proceso de evangelización de los indios que lleva adelante la Corona Española. El compromiso cristianizador de los nuevos territorios que asumió, condicionó un aspecto muy importante de las relaciones que se dieron con el mundo indígena. Desde la etapa inicial de la colonización, el tema de la predicación de la fe católica a los indios estuvo presente en las autoridades civiles y eclesiásticas, inquietud que llevó, sobre todo a los religiosos, a observar y analizar las creencias que tenían respecto al ámbito de lo sobrenatural. Esas prácticas, como era lógico, las enjuiciaron a partir de sus propias creencias y experiencias, aplicándoles los conceptos que podían tener alguna similitud con los que manejaban, aunque el sentido de tales creencias o acciones distaran de ser equivalentes. Condenaron sus fiestas, ritos e imágenes, aplicaron los criterios que la Iglesia había utilizado en la Antigüedad al proceder a la cristianización del norte de Europa. Aquellos que no eran cristianos fueron calificados de paganos, sus cultos se consideraron idolátricos y sus dioses pasaron a ser demonios o representaciones de él. Siempre prevaleció la idea de que las idolatrías eran manifestaciones satánicas y debían ser cortadas de raíz, encargándose en América esa tarea a los jesuitas. Esta extirpación de las idolatrías se puso en práctica desde la misma llegada de los españoles a esas tierras en el siglo XVI. La evangelización trató de introducir en los indios el concepto de demonio cristiano: engañador, repulsivo, atemorizante y sancionador, para lo cual utilizó con profusión las imágenes. A través de ellas también se trató de mostrar esa lucha permanente de los demonios para ganarse a los hombres y así ofender a Dios. En América, la extirpación de las idolatrías fue un indicador del protagonismo alcanzado por el diablo en el virreynato peruano. El demonio cristiano había llegado a ser un personaje de la cotidianeidad virreynal presente en la mentalidad individual de las personas de todos los sectores sociales, aunque es en el clero donde podemos apreciar su presencia y acción de manera más evidente. La vida conventual de por sí contribuía a que el diablo ocupara un espacio importante en la mentalidad de los frailes y monjas. En ese sentido, el tema de la culpa, del pecado, como referencia constante de la meditación religiosa, llevaba hacia el demonio en cuanto inductor de aquel. La batalla cósmica con las fuerzas del mal se daba al interior de cada individuo y con más fuerza en los religiosos y religiosas que buscaban la perfección. Precisamente, las crónicas conventuales y las "vidas" de religiosos ejemplares recogían aquellas experiencias. En el caso de los hombres santos, la acción del maligno era especialmente perturbadora. Ese protagonismo demoníaco en parte está directamente asociado a la fuerte presencia que tiene en esa época el ámbito de lo sobrenatural. El milagro se constituyó en un hecho frecuente en la vida diaria y el experimentar visiones o la ocurrencia de sucesos extraordinarios pasó a formar parte de lo posible, y si bien se valoraba como raro, tampoco se lo rechazaba como inverosímil, sino que, por el contrario, había una predisposición a aceptar su realidad. La espiritualidad vivida de manera individual contribuyó todavía más a ese desarrollo de lo sobrenatural. Las autoridades eclesiásticas vieron con preocupación esas manifestaciones, porque podían llevar a posiciones religiosas erróneas y porque los medios de control de ellas no resultaban fáciles. A raíz de la Reforma protestante, la Inquisición española trató de reprimir a los visionarios y visionarias. No obstante, la religiosidad de tipo místico alcanzó un intenso desarrollo, pasando a América, en donde se transformó en un ideal de numerosos laicos y más todavía para los religiosos y religiosas. Rápidamente se asociaron las experiencias místicas, es decir lo milagroso que había tras ellas, con señales de santidad. El demonio formará parte de esas experiencias, tratando de obstaculizar la trayectoria del santo. Será entre los religiosos y religiosas y en los conventos en donde por lo general se darán esas situaciones, cuyo conocimiento ha llegado hasta nosotros particularmente merced a las crónicas conventuales, las hagiografías y las autobiografías. En la medida en que los enfrentamientos con el demonio se transformaron en una verdadera prueba de santidad, los relatos de tales hechos pasaron a ser un capítulo frecuente de las hagiografías. Estas buscaban enaltecer a la persona del biografiado, mostrando la vida virtuosa que llevó y los dones que había recibido del Señor. También pretendían que el escrito contribuyera a una posible postulación a la santidad del sujeto y además que su vida sirviera de modelo a los fieles. El demonio se presentaba a los hombres y mujeres “virtuosos” del virreynato de variadas formas, predominando las de carácter antropomórficas y atemorizantes. Asociado a esa imagen bestial, el demonio también fue representado como una mezcla monstruosa de animal y hombre. En los grabados y descripciones se le ponen garras en vez de manos y pies, alas de murciélago, ojos inyectados de sangre, grandes colmillos, cuernos, cola, orejas deformes y se indica además que era fétido, exhalando de su boca un nauseabundo olor a azufre. El demonio molestaba a los siervos de Dios del virreynato sobre todo dentro de sus conventos, donde los sitios escogidos eran en primer lugar las celdas de los religiosos y luego el coro, siempre en la noche. Los acosos nocturnos se producían en los momentos en que los religiosos o religiosas se entregaban a la oración o cuando, ya en la cama, trataban de conciliar el sueño. No faltaban los hostigamientos en los claustros conventuales también de noche, cuando los religiosos se desplazaban por los corredores con motivo del rezo de los oficios divinos. Frente a esas apariciones en las que el demonio, por lo general, se presentaba bajo formas aterrorizadoras, los siervos y siervas de Dios reaccionaban, al decir de los hagiógrafos, en un primer momento con temor. Sin embargo, de inmediato retomaban el control y la iniciativa, al punto que el carácter terrorífico del Diablo se transformaba en una anécdota, ya que se planteaba una confrontación de tú a tú, en que aquel era despreciado, rebatido y humillado a tal extremo, que terminaba por retirarse del escenario derrotado. Esa actitud de los "santos" es consecuencia de la seguridad que les daba el sentirse apoyados y protegidos por su ángel guardián, por Dios o por la Virgen. Además de la fortaleza que les otorgaba el apoyo de los seres celestiales, los "santos" para defenderse utilizaban agua bendita, crucifijos y rosarios y asimismo recurrían a la señal de la cruz y a las oraciones. Solo los santos eran capaces de enfrentar al demonio y resultar vencedores del encuentro. En el fondo, se trataba de una prueba de santidad. Pero no de una prueba puesta por el demonio, sino por Dios. Aquel solo podía actuar con permiso de Dios, al punto de que para muchos teólogos de la época el diablo era un instrumento de la divinidad, que utilizaba para probar las virtudes del hombre santo, tal como, según el Antiguo Testamento, lo hizo Dios con Job. El demonio, como está dicho, con sus actuaciones ante los humanos perseguía un objetivo general muy preciso: dañar la obra de Dios en venganza por su eterna condenación. En ese contexto el acoso a los santos, en cuanto elegidos de Dios, buscaba su perdición, lo que implicaría una derrota para la divinidad. Fueron tiempos de fanatismo religioso donde el Diablo era el enemigo a vencer, cuya presencia se ha difuminado con el paso de los siglos, al extremo que hay quienes hoy - como el Papa hereje Francisco I - niegan su existencia, sin imaginar que le están haciendo un gran favor, para que fuera de la atención pública, pueda continuar con su demoniaca labor de acabar con la humanidad.