TIEMPOS DEL MUNDO

martes, 28 de octubre de 2025

DIVINIDADES O DEMONIOS: El Maligno tiene mil caras

Desde tiempos inmemoriales los “dioses” andinos, considerados como los creadores del mundo conocido, eran adorados como divinidades por los nativos, quienes les construyeron grandes templos, donde les ofrecían numerosas ofrendas en su honor. Pero todo cambio con la llegada de los españoles en el siglo XVI, quienes llevaron a esas tierras la religión cristiana para civilizar a los infieles, y cuyos sacerdotes se dedicaron desde el primer momento a extirpar las idolatrías, calificando de demonios a quienes adoraban, destruyendo sus ídolos y templos, así como cristianizándolos a la fuerza. Son pocos los testimonios de las imágenes (orales o visuales) del Infierno o del demonio que llegaron con las prédicas iniciales, aunque es indudable que fueron parte del primer mensaje evangelizador en el siglo XVI. Si queremos ubicar las expresiones oficiales de esta época, no podemos evitar lo que se dijo en los Concilios Limenses. El primero se celebró en los años 1551 y 1552. En su tercera Constitución reafirma la idea, ya en ejecución, “de deshacer las [casas e iglesias] que están hechas en honra y culto del demonio, porque allende de ser contra ley natural, es en gran perjuicio e incentivo para volverse los ya cristianos a los ritos antiguos, por estar juntos los cristianos con padres y hermanos infieles, y a los mismos infieles es grande estorbo para tomarse cristianos”. Más adelante el mensaje se torna más directo; la Constitución 38 nos dice “que los que viven en este mundo [y] no son hijos de Dios, ni se bautizan y no guardan sus mandamientos, cuando mueren, luego los demonios, que son nuestros enemigos, toman sus ánimas y las llevan al infierno que es la casa de ellos, donde hay muy grande obscuridad, con muy grande hedor, y muy grandísimo fuego, donde para siempre se estarán quemando sin jamás acabarse de quemar, con sed y hambre, y enfermedad y dolor, y desearán morir por el gran tormento que pasan, pero Dios no quiere que mueran, sino para siempre estén allí padeciendo por sus pecados. Y decirles que estarán allí con todos sus antepasados y señores, porque no conocieron a Dios ni le adoraron, sino al sol, las piedras y otros demonios, por lo que están ahora en aquel lugar con gran pena”. Pero la propuesta cristiana no tuvo ningún atractivo para una población indígena cuya base se asienta en familias extensas de interacción continua. Más aún, el culto a los antepasados tiene como componente principal la convivencia o por lo menos cercanía con los muertos. Cabe precisar que las familias en muchos lugares de los Andes tenían a sus padres o abuelos enterrados debajo de sus casas. Otro era el caso de la nobleza incaica (y los curacazgos más importantes), cuyos muertos - habiendo sido momificados por sus parientes cercanos - eran cargados en andas por un personal encargado de cuidarlos, quienes los llevaban a reuniones importantes. No eran asistentes mudos; un servidor (que los europeos llamaron mayordomo) se encargaba de hacer de ‘intérprete’ del cadáver del noble, que de esta forma seguía ‘activo’ en la política del imperio. Si bien el espectáculo de la presencia de las momias o “bultos” (en ocasiones, el fardo estaba cerrado y se presumía que dentro de él estaba el cuerpo o un objeto que lo remplazaba) fue inmediatamente perseguido por los sacerdotes que destruyeron a muchos de ellos, no fue fácil erradicar esta vinculación de los nativos con sus familiares muertos. La doctrina católica, al condenar al fuego eterno a todos ellos, solo consiguió de estos últimos su rechazo abierto o una falsa aceptación, mientras a su vez seguían adorando a sus deidades caídas y execradas, por lo que no es de extrañar que el diablo tomase un nombre quechua muy pronto, llamándolo Supay. Pero recién hacia 1560 cuando varios de los documentos ligados a la Iglesia hacen pública esa denominación. Destaca el Lexicon de Domingo de Santo Tomás, que formalmente traduce la palabra demonio al quechua. Las dificultades conceptuales saltan a la vista. El sacerdote usa cuatro definiciones para Supay, la palabra que encuentra más apropiada para esa tarea: “ángel bueno o malo” y “demonio de la casa”. Las cuatro versiones invocan temas diferentes y más bien revelan parte del proceso de la construcción del quechua colonial, que trata de servir de vehículo de comunicación entre los dos universos. Ese mismo año, los religiosos agustinos, asentados en la sierra norte del Perú, debieron enfrentarse a un culto que había resistido a las furias del bastardo y regicida Atahualpa, estrangulado posteriormente en Cajamarca por sus aberrantes crímenes. El santuario de Huamachuco, ubicado posiblemente en el cerro Rodogay, debió ser el centro de peregrinaje de la región, alentado por la capacidad profética de Catequil, la divinidad que pronosticó la desgracia y el trágico final de Atahualpa, quien fuera de sí, ordeno la destrucción del santuario y el despedazamiento del célebre ídolo. Cuando llegaron los agustinos, en 1551, encontraron los restos de lo que pudo ser la imagen pétrea del dios destruida por Atahualpa, y que pudo ser salvado por los nativos, quienes los escondieron en una cueva hasta su descubrimiento por los agustinos, los cuales, sin demora alguna, las hicieron pedazos, dispersándolas a los cuatro vientos, para eliminar toda supervivencia religiosa. Naturalmente, todo recuerdo de tal imagen fue interpretado como acción del demonio, en especial por su condición de hablante. Es así como un documento anónimo de los religiosos agustinos de 1560 (atribuido a fray Juan de San Pedro) remarca que pensar, soñar, y obviamente, hablar con las wakas (como eran denominados los santuarios), es decir con cualquier objeto sagrado perteneciente a las religiones indígenas, era parte de un engaño demoniaco y debía ser combatido. Esta condición de las wakas ya había sido denunciada en 1559 por el corregidor del Cusco, Juan Polo Ondegardo, quien descubrió a “otro género de hechiceros entre indios, permitidos por los Ingas, [que] en cierta manera son como brujos. Que toman la figura que quieren y van por el aire en breve tiempo mucho camino; ven lo que pasa: hablan con el demonio: el cual les responde en ciertas piedras, o en otras cosas que veneran mucho”. Poco más adelante reafirma la existencia de esta conversación: “los hechiceros [...] habiendo hablado con el demonio en lugar obscuro, de manera que se oye su voz mas no se ve con quien hablan ni lo que dicen, y hacen mil ceremonias y sacrificios para este efecto, allende que invocan para esto al demonio y emborráchandose [...] y para este oficio particular usan de una yerba llamada villca, echando el zumo de ella en la chicha, o tomándola por la otra vía [como enema]”. La fecha es importante porque revela que la presencia del demonio se ha mimetizado con la nueva religiosidad andina, que va tomando forma luego de treinta años de presencia europea. A falta de imágenes que puedan mostrarse en público - destruidas sistemáticamente por los sacerdotes apenas las descubrían - los indígenas rescataron la voz de sus deidades, que les hablan en su idioma y al hacerlo en la época colonial, refuerzan las adaptaciones que se van creando bajo el peso del clero y autoridades civiles extranjeras. Es posible suponer que el peso de las tradiciones andinas tuvo resonancia en el pensamiento de los europeos quienes llegaron a un paisaje físico y social tan diferente del que provenían. Mencionaremos uno de los muchos ejemplos que podríamos recoger: poco antes de que fuera asesinado Francisco Pizarro (junio de 1541), este recibió más de un aviso de que los almagristas conspiraban contra él. Se afirma que uno de los curacas reveló al encomendero Gregorio de Setiel que su waka le había dicho que “los antiguos seguidores de Diego de Almagro iban a matar al gobernador Pizarro”. Ante las dudas del español, el informante le ofreció llevarlo ante el adoratorio de su dios para que el encomendero reciba directamente el aviso. Setiel no vaciló y, una vez en el lugar, a pedido del curaca, el asombrado encomendero escuchó a la waka decir: “Es verdad: yo te dije que lo quieren matar”. Don Gregorio corrió a advertir al gobernador, quien no le dio importancia, y de esta manera, el gobernador murió junto con su hermano Martín de Alcántara bajo la espada de los seguidores de Almagro el Mozo, hijo de su antiguo socio. Lo importante de este episodio es que, para Pedro Pizarro, narrador de esta anécdota, no queda duda de que es el demonio, escondido bajo la voz de la waka, quien formula la advertencia, y que Setiel estaba de acuerdo en consultarlo. Por cierto, la década de 1560 es notable porque sale a luz la existencia del movimiento mesiánico que sus seguidores llamaron TakiOnqoy, que podría traducirse como la enfermedad del canto. Las noticias de esta rebelión religiosa son numerosas, si bien la información más completa reposa en las informaciones de servicios del padre Cristóbal de Albornoz. A nosotros nos interesa referirnos a él porque sus acciones y su ideología fueron proclamadas por las wakas “que decían que habían vencido al dios de los cristianos” [...] “que no creyesen en Dios ni en sus mandamientos, ni adorasen las cruces e imágenes, ni entrasen en las iglesias, ni se confesasen con los clérigos ni frailes, sino con ellos”. Es importante recalcar que, en esta oportunidad, los dioses andinos proclamaron a viva voz su rechazo radical a la evangelización y, más aún, se apropiaron del sacramento de la confesión, que descansaba en el poder de la conversación secreta con el sacerdote, para privilegiar a sus propios especialistas. El movimiento fue puesto en evidencia en Ayacucho hacia 1565, pero sus ecos salieron del obispado del Cusco y todavía resonaban en 1588 en la localidad de Pampa Aullagas (Oruro, Bolivia). Su ideología revela la incorporación de elementos cristianos en una propuesta tan lejana a la doctrina del Vaticano como a la religión imperial de los incas privados de sus templos precolombinos, de dimensiones monumentales y decoración colorida; los indígenas debieron contentarse con lo que podían ocultar en las cuevas o cumbres de montañas, apartadas de la visión de los europeos. La ventaja, en medio de la persecución que se sufría, es que los dioses conservan o incrementan el poder de la palabra y la credibilidad suficiente para organizar su vida bajo el yugo colonial. Esta supervivencia implica adaptaciones de las viejas religiones a la situación moderna. Es así que el presunto líder del Taki Onqoy, Juan Choqne, estaba acompañado por un grupo de seguidores cercanos, entre los que el padre Albornoz descubrió con no pequeña sorpresa a dos mujeres que se hacían llamar María y María Magdalena, lo que prueba la utilización de la prédica aun en un estallido anticristiano. No es necesario decir que el Taki Onqoy también fue calificado de demoniaco, condenándose todos los rituales que se le atribuyeron, muchos de los cuales ya eran conocidos desde épocas previas, aunque Choqne y su gente los adecuaron al proceso mesiánico que estaban desarrollando. Un elemento importante que también es incorporado a la ideología del Taki Onqoy es el culto a los cerros (Apus). De acuerdo con la prédica del demonio, quienes llevaron a cabo la revuelta anticristiana eran los cerros de la cordillera andina y se les menciona con nombre propio desde lo que hoy en día es Ecuador hasta el sur de Chile, pasando por las más notables elevaciones de Perú y Bolivia, sin dejar de mencionar al lago Titicaca y a los imponentes restos arquitectónicos de Tiawanaku, como aliados y wakas principales de la subversión. Desbaratado el movimiento, su memoria ha inspirado en tiempos modernos a un tipo de danza muy peculiar (danza de tijeras), cuyos actores reclaman ser descendientes de los rebeldes del siglo XVI. Para terminar, es bueno revisar testimonios de regiones alejadas de la antigua capital del imperio, pero que habían logrado una cierta cohesión ideológica. Un caso bien documentado es el de la etnia checa cuyo eje sagrado era la montaña Pariacaca, que ejercía dominio desde la sierra central donde se eleva su cumbre, hasta la costa del Pacífico. La información sobre esta región está contenida en el llamado Manuscrito de Huarochirí, escrito en quechua en una fecha imprecisa a fines del siglo XVI o en los primeros años del siglo siguiente. Traducido a varios idiomas, las versiones al español más difundidas pertenecen a José María Arguedas y a Gerald Taylor. En este caso nos interesa la manera en que el anónimo autor del manuscrito describe el combate espiritual de un indígena cristiano, Cristóbal Choquecaxa, con el demonio, que lo incita a regresar al culto de sus antepasados. Esta presión se acentúa con el recuerdo del padre, don Gerónimo Choquehuamán, que al final de su vida había retomado el culto de sus ancestros porque “muchos perversos y antiguos diablos lo habían confundido”. Lo interesante es que el documento identifica a este demonio y le da el nombre de Llocllayhuancupa (posiblemente de llocllay o lloqllay = aluvión o alud; y huancu = que envuelve) que se podría traducir como “el que envuelve el aluvión”. Esto no pasaría de ser anecdótico si la relación entre los vientos desatados o ráfagas intensas no fuera una de las señales con las que surgen o reaparecen las divinidades andinas, algo tampoco desconocido en el universo sobrenatural europeo, con respecto al demonio cristiano. Lo que este documento nos está diciendo es que, hacia el cambio de siglo, la identidad entre los dioses de origen precolombino y el averno cristiano han encontrado puntos de coincidencia. Pero lejos de someterse a la propuesta doctrinaria que llega de España, retienen el poder de convocatoria a través de una percepción paralela al cristianismo. Lo dicho hasta ahora nos muestra el intento de supervivencia de la religión andina, mimetizándose con la cristiana para seguir teniendo vigencia, adorando a sus dioses primigenios bajo el disfraz de la adoración de santos y vírgenes. Es el caso por ejemplo de Pachacamac - Creador del Mundo y principal deidad andina - metamorfoseado en el llamado Señor de los Milagros, a quienes muchos sin saber veneran en la actualidad con fervor y religiosidad extrema, sin imaginar que en realidad están adorando a Pachacamac. Es el sincretismo en toda su magnitud, que perdura hasta el día de hoy.