Ubicada en la costa occidental de América del Sur se encontraba el Imperio de los Incas, que se extendía desde el sur de la actual Colombia hasta el norte de Argentina. Su inmenso territorio se encontraba dividido en cuatro provincias denominadas Suyos, las cuales se correspondían con los cuatro puntos cardinales, tomando como punto de referencia al Cuzco, capital del Imperio y residencia permanente del Inca: jefe militar, civil y religioso. Estas provincias eran gobernadas por familiares del monarca: los Curacas y estas cuatro autoridades conformaban el Consejo de Estado. En tiempos en que gobernó Huayna Cápac (1493 - 1525) el Imperio Inca había llegado a su máxima extensión, pero no estaba destinado a perdurar, ya que coincidentemente al otro lado del continente, los españoles - que habían arribado en 1492 - conquistaron el Imperio Azteca en 1521 y enviaron grupos expedicionarios en otras direcciones con idéntico objetivo. Es de presumir que el Inca tuviera noticias de ello, gracias a los mercaderes que transportaban sus productos en balsas desde sus dominios hasta territorio centroamericano para intercambiarlos, donde de seguro tuvieron noticias de las llegadas de aquellos misteriosos “hombres barbados” a esas tierras procedentes de lejanos lugares, por lo que era cuestión de tiempo que arribasen al Imperio. Quien mejor que el Inca Garcilaso de la Vega (autor de Los Comentarios Reales de los Incas) que nos da cuenta de ello: “Ocurrió hacia el año 1512, cuando en la Plaza Mayor del Cuzco, Huayna Cápac oficiaba la ceremonia al Sol (Inti Raymi) como todos los años, de pronto se vio en el cielo un extraño espectáculo: apareció un águila real perseguida por cinco o seis halcones, los cuales la atacaron por turnos, impidiéndole volar y tratando de matarla a picotazos. El águila, al no poderse defenderse, cayó en medio de la Plaza, entre el Inca y los miembros de la realeza, quienes al cogerla vieron que estaba enferma, cubierta de caspa, con sarna y casi pelada. Diéronle de comer y le prodigaron muchos cuidados, pero de nada sirvió; a los pocos días el águila expiró. El suceso era a todas luces de muy mal agüero, y el Inca llamó entonces a todos sus adivinos para que lo descifraran, quienes confirmaron que era un presagio de que pronto habría derramamiento de la sangre real, una cruenta guerra y finalmente la destrucción del Imperio. Algo que por cierto comprimió el corazón del Inca, quien les ordeno guardar el secreto. Sin embargo, por esos años ocurrieron también cataclismos naturales que fueron como los heraldos precursores de la desgracia que sobrevendría al Imperio: muchos terremotos tan destructivos como nadie recordara o guardara memoria. Asimismo, quienes habitaban en la costa fueron testigos como el mar crecía de modo que nunca habían visto y en el cielo se vieron surcar muchos cometas espantosos. A ello debemos agregar que en una noche muy clara y serena se vio a la luna con tres círculos muy grandes. ‘El primero era de color sangre. El segundo, era de un color negro que tiraba a verde. El tercero parecía que era de humo’. Un adivino fue donde el Inca y le avisó que aquel extraño fenómeno era un aviso de su madre Killa (la diosa Luna) de la desgracia que pronto Pachacamac (el dios reverenciado que mueve el mundo) haría caer sobre el Imperio: el primer círculo de color de sangre significaba que no bien el Inca falleciera, estallaría una cruel guerra entre sus hijos y se derramaría mucha sangre de la realeza. El segundo cerco negro era un aviso que tras la guerra civil sobrevendría la ruina y el fin del Imperio, de su religión y de su gobierno, todo lo cual se convertiría en humo, que era lo que significaba el tercer círculo que se veía en la Luna. El Inca no quiso creer lo que escuchaba y despidió de mala manera al adivino, diciéndole que seguramente había soñado tal cosa pero el adivino le invitó a que saliera de sus aposentos reales y viera con sus propios ojos las señales que su madre Luna le mandaba: el Inca salió y comprobó que era cierto. Angustiado por lo que vio, el Inca supo disimular su estado de ánimo y a fin de no preocupar a los suyos, fingió no creer en dichos presagios, arguyendo que no veía ninguna razón para que su padre el Sol permitiese que cayeran tales desgracias sobre sus propios hijos. Se limitó a ofrecer sacrificios a sus dioses y en consultar los oráculos de Pachacamac y el Rímac, así como otros más, pero las respuestas de estos fueron muy ambiguas o confusas. Así pasaron como tres o cuatro años sin que hubiese novedad en el Imperio, lo cual calmó en algo las inquietudes. Tal vez los dioses habrían cambiado de parecer. Pero las profecías, inexorablemente habrían de cumplirse. Mientras que por aquellos días en que los adivinos se esforzaban en interpretar el suceso del águila de la Plaza Mayor del Cuzco, los expedicionarios españoles daban precisamente los primeros pasos para llegar al Imperio Inca: se hallaban por entonces enfrascados en encontrar un “estrecho” o “brazo de mar” que les permitiera pasar del Mar del Norte (hoy Atlántico) al presumible “Mar del Sur” (hoy Pacífico). Dirigidos por Vasco Núñez de Balboa, entre los que participaban en dicha “entrada” se hallaba un subalterno hasta entonces oscuro y desconocido, llamado Francisco Pizarro. Dicha expedición culminó con el descubrimiento del Mar del Sur, es decir el Océano Pacífico, el 25 de septiembre de 1513. El camino hacia el fabuloso Imperio de los Incas ya había sido abierto. Balboa fue nombrado Adelantado del Mar del Sur, y continuó las exploraciones más hacia el sur, por las costas pacíficas de la actual Colombia, en busca del territorio del Birú o Perú, como se lo empezó a conocer desde entonces. Precisamente su nave fue la que divisaron los hombres del inca Huayna Cápac, quienes de inmediato dieron el informe a su amo, el cual se hallaba en su palacio real de Tumibamba, cerca de Quito. Era el año de 1515. Aún con la preocupación del presagio del águila, Huayna Cápac comprendió entonces que aquello era la clave de todo el enigma que hasta ese momento le devanaba los sesos: recordó una antigua profecía que decía que pasado 12 gobernantes incas llegarían gentes extrañas y nunca vistas que se adueñarían del país, impondrían su gobierno, sus costumbres y su religión, destruyendo el Incario. Sacó cuentas y se enteró que él era el doceavo inca desde el fundador Manco Cápac: la profecía entonces se cumpliría tan pronto como muriera. Pero aún parecía lejano aquel día: el Inca estaba seguro que su padre Sol no lo llamaría aún” añade el cronista. Huayna Cápac era grave, valiente y justiciero. Sus súbditos le querían y le respetaban. En sus manos no corría peligro la unidad del Imperio. Pero él fue quien creó el germen fatal de la disolución, al construir en Quito una sede rival del Cuzco, creando así la causa de la futura división incaica, con lo que allanó el camino de los españoles. Si la tierra no hubiera estado dividida –reconoce uno de los primeros conquistadores – o si Huayna Cápac aun hubiera vivido, ‘no la pudiéramos entrar ni ganar’. Y en efecto, mientras vivió Huayna Cápac, aquellos extranjeros que vagaban por las costas del norte del Imperio en grandes barcas no significaban peligro mayor para un Imperio unido bajo la férrea mano del Inca. Pero aquellos invasores llevaban en sus alientos un aliado invisible que les fue de ayuda fundamental en sus planes de conquista, que sería el gran responsable de la hecatombe de la población indígena: los virus causantes de mortíferas epidemias. La primera epidemia que llegó a territorio del Imperio Inca fue la viruela, prolongación del mortal virus introducido en el Caribe en 1518 por los españoles. De allí pasó a Méjico en 1519, continuando hacia Guatemala y luego Nicaragua. En algún momento llegó a Cartagena, Darién y al istmo de Panamá, de donde se prolongaría más al sur, entre 1514 y 1527. El virus de la viruela llegó al Imperio incluso mucho antes de que la partida de expedicionarios comandada por Pizarro pisara territorio inca. Las primeras víctimas de renombre fueron el mismo Inca y gran parte de la nobleza. Según Betanzos, estando en Quito, Huayna Cápac enfermo de viruela. Cieza coincide con Betanzos, agregando que más de 200,000 almas murieron en los distritos circundantes. Fue una epidemia mortífera como nunca se había visto hasta entonces. Garcilaso asevera que el Inca supo entonces que los malos presagios que años antes le inquietaron tanto empezaban a cumplirse. Por si fuera poco, se vio en el cielo un pavoroso cometa de color verde, y un rayo cayó en las inmediaciones del palacio, señales indudables de que su muerte estaba cercana, según interpretaron los adivinos. Estando en tal trance, llamó el Inca a todos sus hijos y parientes, a sus capitanes y gobernadores, informándoles que ya su padre Sol le llamaba y que por lo tanto les quería expresar su última voluntad, que según Garcilaso fue textualmente ésta: “Hace muchos años que por revelaciones de nuestro Padre el Sol, creemos que pasados doce Incas vendrá gente muy blanca y sujetara nuestro Imperio a su Reino. Esta gente será valerosa y nos aventajara en todo. También sabemos que en mi, se cumple el numero doce de los Incas y, certifico que a pocos aňos de que yo me haya ido de entre vosotros, vendrá aquella gente y se cumplirá todo lo que nuestro Padre el Sol, me ha comunicado. Yo os mando que lo obedezcáis y sirváis como a hombres que en todo os harán ventaja: que su ley será mejor que la nuestra y sus armas poderosas e invencibles más de las vuestras. Quedaos en paz que yo me voy a descansar con mi padre el Sol que me llama”. Según se puede deducir, Huayna Cápac pensó que los extranjeros que vagaban por las costas del norte del Imperio eran los enviados del dios Viracocha, aconsejándoles no ofrecer resistencia alguna a su llegada. Tras su muerte, Huáscar asumió el trono, pero al poco tiempo se rebelo el bastardo Atahualpa, quien tras una cruenta guerra civil usurpo el poder y al dirigirse de Quito al Cuzco para ser coronado, fue capturado por Pizarro en Cajamarca, siendo ejecutado en 1533. Con su muerte, el Imperio llego a su fin, cumpliéndose al pie de la letra la citada profecía. Lo que siguió a ello, es por todos conocido.