TIEMPOS DEL MUNDO

martes, 1 de marzo de 2022

APOCALIPSIS INCA: La caída de un Imperio

La derrota en Cajamarca en 1532 no se explica solamente por el arrojo de un grupo de audaces expedicionarios españoles liderados por el extremeño Francisco Pizarro - quienes mediante una hábil estratagema capturaron al bastardo Atahualpa - ni por el miedo de los nativos ante sus caballos y armas mostradas que nunca habían visto antes y que los lleno de pánico. Ello se explica por otros factores sobrehumanos alegados por ambas partes: Tanto el milagro del apóstol Santiago quien se apareció de repente en el cielo ayudando con su espada formidable a los españoles, como la conocida profecía de Huayna Cápac del que habla Garcilaso sobre la próxima caída del Imperio y venida de unos hombres blancos y barbudos, a los que debían obedecer. Es indudable que estas historias tuvieron gran efecto sobre el ánimo de ambos contendientes, y fueron las fuerzas determinantes de la caída del Imperio. A ello debemos agregar los elementos materiales utilizados para vencerlos: las armas y los caballos de los españoles, como los arcabuces y las cargas de caballería, los cuales infundieron espanto a los indios, a pesar de la enorme superioridad numérica de estos últimos, quienes huyeron presurosos del lugar, dejando a Atahualpa y sus más cercanos colaboradores a merced de los españoles, ya que no pudieron escapar y fueron cazados rápidamente. Si bien posteriormente los indios perdieron algo de miedo a los caballos, generalmente trataban de evitar a éstos cuando atacaban a los españoles, eludiendo los llanos, combatiendo en las montañas rocosas, abriendo hoyos en los campos para que los equinos se quebraran las patas. Durante el sitio del Cuzco varios indios se cogían de las colas de los caballos impidiéndoles caminar. Asimismo, en la campaña de Sebastián Benalcázar contra Rumiñahui las cabezas de los caballos muertos eran colocadas en estacas coronadas de flores. Pero a pesar de esos desesperados esfuerzos, el Imperio estaba condenado porque desde antes de la llegada de los españoles empezaba a derrumbarse solo. La sangrienta guerra civil demostró que era un organismo caduco y viciado, que tenía en su enormidad territorial el más activo germen de disolución. La grandeza del Imperio estaba ligada esencialmente a la existencia al frente de él de grandes espíritus guerreros y conquistadores como Pachacútec y Túpac Yupanqui, y, sobre todo, a la conservación de una casta militar, sobria y virtuosa como la de los orejones (la nobleza). A pesar de sus conquistas, con Huayna Cápac se inició la decadencia. Si bien este fue un gran conquistador como su padre y abuelo, en él se presentan y se afirman ya los síntomas de una corrupción. Sus victorias fueron más difíciles y lentas, no se siente ya el ímpetu irresistible de las legiones quechuas. La conquista del reino de Quito paradójicamente fue el inicio del derrumbe del Imperio Inca. Los vencidos se rebelan apenas pueden una y otra vez escarmentando a los vencedores, a pesar de que las represalias son sangrientas. Los orejones, la invencible casta de los anteriores reinados, educada inicialmente en la abstinencia, la privación y el trabajo, habían perdido su vigor. Ya no comían maíz crudo ni viandas sin sal, no se abstenían de mujer durante los ejercicios preparatorios de su carrera militar, ni realizaban trabajos de mano, ni eran los primeros en el salto y la carrera. De las clásicas ceremonias instituidas por Túpac Yupanqui para discernir el título de orejón, sólo conservaban el amor a esa bebida embriagadora hecha a base de maíz: la chicha. Mientras más lo tomaban, más ascendían en el favor del Inca, llegó a decirse. Acostumbrados a vivir una vida regalada en el Cuzco, los llanos les sorprenden y les diezman, luego de una victoria, porque según cuenta Sarmiento estaban “comiendo y bebiendo a discreción”. Los cayambis, un pueblo rudo y desconocido, resisten al ejército incaico, y hacen huir por primera vez a los orejones, dejando en el campo indefenso y en peligro de muerte al Inca. Éste tiene que usar para someter a los cayambis métodos que contradicen la proverbial humanidad de su raza y las tradiciones pacificadoras del Imperio: matanzas de prisioneros, guerra sin cuartel a mujeres y a niños, incendio y saqueo de poblaciones. El vínculo federativo que era el sostén del Imperio, no era ya así libre y voluntario o conseguido por la persuasión, sino impuesto por la fuerza. La cohesión incaica estaba desde ese momento amenazada por el odio de los pueblos vencidos y afrentados. Las sublevaciones se suceden y los enormes cambios de poblaciones ordenadas por Huayna Cápac, verdaderos destierros colectivos de grandes masas, no hacen sino aumentar el descontento de vasallos y sometidos. Sus conquistas, su valor personal, el respeto supersticioso de sus súbditos, no bastan para ocultar la condición viciosa y decadente del monarca. Reúne aún las condiciones viriles de sus antepasados, pero relajadas por su tendencia invencible al placer, al fausto y a la bebida. Su afán de construir en Tumibamba (que se encontraba ubicada en las cercanías de Loja, actual Ecuador) una serie de palacios imperiales que superasen a los del Cuzco, aparte de revelar su frivolidad suntuaria es, por haber provocado el resentimiento de la nobleza cuzqueña, una de las causas de la disolución del Imperio. Fiestas y diversiones llenaban las últimas etapas de su reinado, transcurrido en la sede sensual y enervadora de Quito. Bailes y borracheras amenizaban el paso del cortejo de Huayna Cápac - formado de aduladores y cortesanos - por todo el imperio. El Inca encabezaba estos desbordes livianos. Era "vicioso de mujeres" dice Cieza, privaban con él los aduladores y lisonjeros y era el primer borracho del reino. "Bebía mucho más que tres indios juntos" cuenta Pedro Pizarro, y cuando le preguntaban cómo no perdía el juicio bebiendo tanto, respondía el viejo Baco vicioso "que bebía por los pobres que él muchos sustentaba"(?). Huayna Cápac era, a pesar de estos vicios, grave, valiente y justiciero. Los indios le querían y le respetaban. "Era muy querido de todos sus vasallos" admite Pedro Pizarro y Cieza afirma que "quería ser tan temido que de noche le soñaran los indios". En sus manos no corría peligro la unidad del Imperio. Pero él creó el germen fatal de la disolución: una sede rival del Cuzco como Quito, en regiones distantes recien conquistadas y crear la causa de la futura división incaica, lo cual allanó el camino de los españoles. Si el imperio no hubiera estado dividido - confiesa uno de los primeros conquistadores- o si Huayna Cápac aun hubiese vivido, "no la pudiéramos entrar ni ganar". La decadencia iniciada, aunque envuelta en fausto, en el reinado de Huayna Cápac se acentúa a la muerte de éste a causa de la viruela, que como una plaga diezmo a miles de indios al ser traído involuntariamente por los españoles desde Europa. Entretanto, Huáscar, el heredero legítimo, carecía de don directivo y de la firmeza de ánimo necesaria para conducir tan vasto y heterogéneo Imperio. Su padre le había creado además un problema político, para ser resuelto por voluntad y capacidad superiores a la suya. Le faltaba hasta el valor físico para enfrentar y desarmar con su prestigio de hijo del Sol, a sus enemigos. El estigma de la indisciplina y la desobediencia se apoderaba de sus vasallos. El espíritu regional ambicioso de los quiteños, alentado irresponsablemente por la frivolidad sensual de Huayna Cápac, se alzaba contra él retando su poder. Cuzqueños y quiteños habían llegado por causa de rivalidad, a odiarse irreconciliablemente. Huayna Cápac completó su error no acordándose, en el devaneo de su vida sensual, de preparar y asegurar la sucesión normal del Imperio. Con una acción previsora en este sentido, y con el respeto que le tenían sus súbditos, su decisión testamentaria claramente expresada y reafirmada, hubiera evitado la confusión y la discordia que sobrevinieron a su muerte. No interesa aclarar para éste si dictó a última hora, como afirman algunos cronistas, por medio de unas rayas pintadas sobre un bastón su decisión dinástica. Si no hubiese ordenado en su testamento como único señor del Imperio a Ninan Cuyochi, la separación del Norte y del Sur no se hubiera producido. Pero al morir este también de viruela un día antes de Huayna Capac y con Huáscar segundo de la sucesión en el Cuzco, el bastardo Atahualpa - hijo de una ramera quiteña favorita del Inca - convenció a los experimentados generales Rumiñahui, Quizquiz y Calcuchimac, a ser el elegido aunque no tenía derecho alguno al trono y estos finalmente lo impusieron. Pero Atahualpa no fue sino el nombre propio de una insurrección regional incontenible contra el espíritu despótico de la capital: Cuzco. Quizás Atahualpa hubiera podido, de haber sido el heredero legítimo y no el bastardo sifilítico que fue, contener la disolución del Imperio a base de una extrema violencia, pero no es dable suponer que llegara a obtener la adhesión del bando cuzqueño quienes lo despreciaban abiertamente y con razón al ser un yana, es decir, lo más bajo de la sociedad. La insurrección habría estallado tarde o temprano y en su lugar Atahualpa habría tenido que imponer una matanza generalizada en el Cuzco, como lo hicieron sus generales Quizquiz y Calcuchimac tras la derrota y captura de Huáscar. Cuzqueños y quiteños no formaban ya una sola nación, eran enemigos. Nacido en Quito, Atahualpa criado lejos del Cuzco, de sus instituciones y costumbres, era un extraño individuo de la más baja condición que no merecía la confianza de la ciudad imperial y de sus ayllus ancestrales. Otra señal de la disolución era el abandono de los más fuertes principios de su propia cohesión social. La fuerza y la estabilidad del Imperio provenían de las sanas normas agrícolas de los ayllus, trabajo obligatorio y colectivo, comunidad de la tierra, igualdad y proporción en el reparto de los frutos, tutela paternal de los jefes. Todo esto que había creado la alegría incaica, en "el buen tiempo de Túpac Yupanqui", era abandonado con imprevisora insensatez. El Inca y sus parientes, la nobleza privilegiada, bajo el pretexto de las guerras, habían formado una casta aparte, excluida del trabajo. En torno de ella se quebraban todos los viejos principios. El pueblo trabaja rudamente para ellos; tenía que labrar no solamente las tierras del Inca y del Sol, y las de la comunidad, sino la de estos nuevos señores. El Inca, rompiendo la unidad económica del Imperio, obsequiaba tierras a los nobles y curacas, quienes las daban en arrendamiento a indios que las cultivasen, con obligación de entregar cierta parte de los frutos. Estas propiedades individuales, dentro de un pueblo acostumbrado al colectivismo, herían el espíritu mismo de la raza y presagiaban la disolución, o un ciclo nuevo bajo normas diversas. Los nobles favorecidos trataban de perpetuar el favor recibido, trasmitiendo la propiedad individual. El reparto periódico de las tierras se hacía cada vez más formal y simbólico. El Inca o el llacta camayoc confirmaban cada año a los ocupantes en sus mismos lotes de terreno, existiendo casi en realidad propietarios de por vida. Lo que se hacía anualmente era el reparto de lotes adicionales para los hijos que nacían o el de las tierras llamadas de descanso. Las tierras mejores eran en todo caso las de los nobles y curacas y éstos no trabajaban. Es obvio que allí empezaba a destruirse el gran imperio y la guerra civil promovida por el bastardo quiteño fue el colorario del Apocalipsis Inca. Así, en el momento de la llegada de los españoles, la antigua unidad del imperio estaba corroída por tales gérmenes de división; uno económico, el descontento de clase del pueblo contra la aristocracia militar dominante, otro político, el odio entre cuzqueños y quiteños. Todos los primeros testigos de la conquista, acreditaron la existencia de este último. Pero el malestar social y económico se percibe en el cronista de mayor intuición y levadura jurídica de los primeros tiempos. Gonzalo Fernández de Oviedo, luego de interrogar acuciosamente a los primeros conquistadores que regresaban a España, tras de la captura de Atahualpa, consigna esta impresión inmediata y sagaz: "la gente de guerra tiene muy sojuzgada a los que son labradores o gente del campo que entienden la agricultura". La lucha entre Huáscar y Atahualpa puso en evidencia todos los males íntimos del Imperio. La traición y la cobardía, la incapacidad, tejen la trama de la guerra civil. En cada general inca alentaba un auca o traidor. En el Cuzco se sospechaba de la fidelidad del general Huanca Auqui, jefe de las tropas de Huáscar, inexplicablemente derrotado en sucesivas batallas por los generales de Atahualpa, Quizquiz y Calcuchimac. Éstos, criminales despiadados, no guardan ningún respeto por el linaje imperial de Huáscar, ultrajaron de obra y palabra tanto a la Coya viuda de Huayna Cápac como a la mujer de Huáscar y exterminaron a todos sus parientes hasta las mujeres preñadas. "¿De dónde os viene, vieja presuntuosa, el orgullo que os anima?" dijo con odio indisimulado Quizquiz a Mama Rahua Ocllo, ex emperatriz venerada, antes de matarla. El olvido o desdén por las tradiciones incaicas llega, en este proceso de disolución, hasta la profanación. Atahualpa tras demoler Tumibamba, por haber sido fundado por el odiado Túpac Yupanqui, destruye también el famoso oráculo de Huamachuco que le presagio un terrible final - como efectivamente sucedió - derribando el ídolo y decapitando personalmente al sacerdote. Pero Huáscar a su vez anteriormente desdeñó los privilegios que tenían las momias de sus antepasados, según Pedro Pizarro, ya que las riquezas acumuladas en sus palacios no beneficiaban al imperio, por lo que ordeno su confiscación, con lo cual se enajeno el apoyo de la nobleza; Pero tras su derrota y captura por los atahualpistas, vio impotente como Quizquiz y Calcuchimac una vez llegados al Cuzco en plan de venganza, realizan aun, el mayor sacrilegio concebible a la majestad de los Incas: la momia de Túpac Yupanqui – conquistador de Quito - fue extraída de su palacio donde era reverenciada, y quemada públicamente. Pero, la nota más característica de este desquiciamiento, que perfila ya el desprestigio de la autoridad y el desborde sacrílego, es la acentuación de la crueldad. Atahualpa escarmienta ferozmente a los cañaris que apoyaron a Huáscar, haciendo abrir el vientre a las mujeres en cinta, y dar muerte a sus hijos. Sarmiento de Gamboa, dice que el bastardo Atahualpa hizo las mayores crueldades, robos, insultos, tiranías, "que jamás allí se habían hecho en esta tierra". El relato de las crueldades realizadas por los generales de Atahualpa en el campo de Yahuarpampa contra los parientes de Huáscar – mujeres, niños, ancianos – quienes fueron ahorcados, ahogados, muertos a flechazos, es de una siniestra verdad. El mismo Huáscar fue degollado al final de la masacre y su cadáver arrojado al cercano rio Andamarca. Se dice que su cráneo fue llevado a Atahualpa quien bebía chicha en el. El final del Imperio de los Incas estaba decretado no solo por el mandato de los oráculos, sino por el abandono de las normas esenciales de humanidad y severidad moral, y de las fuerzas tradicionales que habían hecho la grandeza del Imperio Inca. No es de extrañar por ello que los integrantes de la nobleza cuzqueña que lograron escapar de la matanza, se unieran a los españoles para combatir a los atahualpistas, quienes se sentían triunfadores. Pero la dicha de los malvados no fue eterna: El bastardo Atahualpa fue juzgado por regicida al haber ordenado asesinar al Inca Huáscar, por lo que fue estrangulado como el despreciable criminal que fue; Calcuchimac, capturado también en Cajamarca como un animal, fue llevado encadenado al Cuzco, pero al descubrir los españoles que su gente preparaba una emboscada antes de llegar a la capital inca, fue quemado vivo inmediatamente; Igual destino tuvo Rumiñahui tras ser apresado en Quito - donde habia quedado como gobernador - y arrojado a la hoguera; Solo Quizquiz pudo escapar inicialmente del justo castigo que merecía, aunque al final fue muerto de un lanzazo por uno de sus secuaces en 1535. Como podéis notar, el destino se encargo de cada una de esas bestias sedientas de sangre. En tanto, el Imperio - tal como lo indicaron las profecías - cayó para no levantarse jamás.