TIEMPOS DEL MUNDO

martes, 31 de octubre de 2017

BRUJAS EN EL PERÚ: Anatomía de un aquelarre

Tenemos el estereotipo de la bruja malvada, con sombrero picudo, grano en la nariz y subida en una escoba, pero las brujas no eran así. Tales brujas no existieron, ya que solo fueron un delirio colectivo que llevó a miles de personas a la hoguera o a la horca por todo Occidente, Muchas de las que tomaban por brujas recolectaban hierbas para hacer remedios, decían ser adivinas, hacían de matronas y, por tanto, tenían poder sobre la natalidad. Eran figuras clave en el matriarcado pagano que, con la llegada del cristianismo, resultaron ser molestas y hubo que deshacerse de ellas. La caza de brujas, que acabó enmascarando vendettas familiares, envidias, peleas o el mero instinto de supervivencia, se fue de control y pudo, según algunos autores, llegar a convertirse en un Holocausto. En el caso del Perú, vale aclarar que no se trata de la historia de las infames brujas del fujimorismo, tan malas y feas que ni el Diablo las quiere aceptar en sus dominios, ni tampoco nos referimos a las brujas de Cachiche (a la cuales por cierto, ya les dedique anteriormente una entrada) sino de otras desventuradas que fueron perseguidas implacablemente en tiempos de la Inquisición, acusadas de tener pactos con el demonio, así como de practicar la magia negra y la hechicería, aunque en el fondo, existían otros motivos menos diabólicos para hacerlo. Una de ellas era una limeña de tez blanca llamada María Magdalena Camacho. Tenía 38 años y desde muy joven se había dedicado ‘a sanar cuerpos y a preparar filtros de amor’. Para que estos surtieran efecto, les pedía a sus clientas una sola cosa: deshacerse de sus rosarios y crucifijos y que nunca más usaran imágenes religiosas. Petrona de Saavedra, en cambio, era mulata, tenía 40 años, y en sus curaciones imploraba a la virgen María y a los santos católicos pero también invocaba al inca y al espíritu de la coca. A diferencia de ambas, Juana de Apolonia era negra y había sido esclava. Era experta en ungüentos amatorios y decía que era capaz de conseguir la ‘ilícita amistad’ de las mujeres. Ella le rezaba por igual al Diablo y a la figura de María. Por último, a Antonia de Abarca, de 31 años, no se le conocían tratamientos milagrosos pero la gente decía que solía acudir a parajes solitarios para tener ‘pactos carnales’ con el demonio. Si algo une a estas cuatro damas, aparte de haber vivido en Lima durante la segunda mitad el siglo XVII, es que todas ellas fueron a parar a la Inquisición acusadas de hechicería. Pero había algo más: eran mujeres que zafaban del control masculino, ya que eran solteras, viudas o prostitutas, y en aquel tiempo ello resultaba peligroso. Era una época en que la mujer debía vivir bajo la tutela del padre, del esposo o del sacerdote, y por ello no es casual que la mayoría de las encausadas por el Santo Oficio escaparan de esta condición. Y si bien tenían independencia y cierto poder debido a su conocimiento de plantas y brebajes, estaban expuestas a ser denunciadas de herejías y de realizar pactos con el maligno ante una Iglesia y un Estado temerosos de las idolatrías y las costumbres paganas. Como sabéis, en esos tiempos de fanatismo religioso donde la corrupta y decadente Iglesia Católica tenia la ultima palabra en todo, tanto en Lima como en otras ciudades americanas, existían tal la cantidad de mujeres dedicadas a la venta de pócimas, a las curaciones milagrosas con imágenes cristianas o con ídolos ancestrales que los casos registrados por la Inquisición durante los siglos XVII y XVIII fueron solo la punta del iceberg. En lo que coinciden los investigadores e historiadores del tema es que aquí no eran brujas, al menos no de acuerdo a la concepción europea del término. “La hechicera colonial no era bruja porque no formaba parte de ninguna comunidad mistérica, y por lo tanto en el Perú virreinal no existieron aquelarres que suponían la práctica de la magia negra”, afirma el historiador y escritor Fernando Iwasaki. En su opinión eran mujeres expertas en sanaciones y amarres, que sin embargo amenazaron el régimen patriarcal al combinar - como dice la historiadora María Emma Mannarelli - tres elementos peligrosos para el sistema: el sexo femenino, el daño y el poder. Según Mannarelli, una de las mayores estudiosas de la situación de la mujer en la época colonial, en la segunda mitad del siglo XVII comparecieron ante la Inquisición de Lima 64 mujeres, de las cuales 49 fueron acusadas de hechicería. A partir de los documentos de estas causas de fe conservadas en el Archivo Histórico General de Madrid o en el Archivo General de la Nación, la investigadora ha podido retratar la vida de estas procesadas. Tenían en promedio entre 20 y 40 años y eran de origen étnico variadísimo, pero todas pertenecían a las clases bajas de la ciudad. Cobraban entre ocho y 24 pesos por sesión, y entre sus habilidades estaban la unión de parejas, la atención de los partos, la cura de diversos males y la preparación de brebajes a partir de plantas tradicionales y animales, algo que era visto como demoniaco. Más aun porque muchas usaban en sus ceremonias ídolos indígenas e invocaban no solo a santos católicos, sino también al inca y la coya. Toda una gama de sortilegios que demostraban que la Conquista fue también un encuentro de supersticiones: las venidas de la península ibérica, de influencia mediterránea, donde las pócimas y afrodisiacos eran moneda corriente; y las nativas, basadas en los objetos provenientes de las huacas y en la ingesta de plantas alucinógenas. Y si a esto agregamos las prácticas mágicas procedentes de África, entonces tenemos el combo perfecto. Como afirma el historiador Pedro Guibovich se trataba de una cultura que creía en lo sobrenatural y en el poder de los objetos. Lo curioso - apunta Mannarelli - es que estas mujeres justificaban sus acciones diciendo que estaban dirigidas a aplacar las iras y las infidelidades masculinas. Esta capacidad que al parecer tenían las hechiceras para dominar a los hombres causó terror entre clérigos e inquisidores. La mayoría de clientes de estas brujas locales eran esposas o amantes que querían “hombres dóciles”, y trataban de trastocar ese orden supuestamente natural que determinaba los roles de los géneros. “Estas expectativas femeninas revelan la violencia cotidiana inherente a las relaciones entre los sexos, expresan también un cuestionamiento a la autoridad. Las mujeres reclaman poder sobre los hombres, dominio de la situación. Sin lugar a dudas, se trató de una actitud desafiante frente a la posición que según las autoridades civiles y religiosas debía mantener la mujer ante el hombre”, escribe Mannarelli en el libro citado. Aunque en la América hispana no se quemó a ninguna bruja o hechicera, los juicios y procesos no dejaron de ser violentos. Según cuenta Natalia Urra Jaque, historiadora de la Universidad Andrés Bello de Chile y autora de la tesis doctoral Mujeres, brujería e inquisición: Tribunal inquisitorial de Lima, siglo XVIII, “en su mayoría las acusadas comparecieron en autos de fe privados, en iglesias y capillas. El castigo por excelencia era la vergüenza pública, y era bastante denigrante”. Este consistía en pasear por las calles más concurridas de la ciudad a la supuesta hechicera, desnuda de la cintura para arriba, y sentada sobre un burro, mientras a viva voz un pregonero iba dictando su sentencia. “Se le daban azotes y la cantidad variaba de acuerdo al estado de salud de la condenada. Podían ser 100 o 200. Algo también común era el destierro. Además, muchas debieron cumplir penitencias, custodiadas por algún sacerdote, o fueron obligadas a asistir a ciertas cantidades de misas al año, a confesarse y a rezar muchas oraciones al día”, añade la académica. Según Blázquez todas estas confesiones, que eran muy parecidas en distintos juicios, no eran más que “mascaradas organizadas por crédulos inquisidores que confundían fantasías con realidades”. Es probable que, bajo tortura, las acusadas terminaran diciendo siempre lo que ellos querían escuchar, de acuerdo a cuestionarios preparados de antemano por el Santo Oficio. No cabe duda que la persecución de las brujas en América se debió a que desafiaba el poder omnímodo de la Iglesia Católica. Pero a pesar de sus empeños, los inquisidores no pudieron erradicarlas. La Independencia de las antiguas colonias españolas en el siglo XIX trajo consigo la desaparición de la Inquisición, pero no de las brujas, quienes libres de ataduras continúan hasta el día de hoy ofreciendo sus servicios a quienes creen en esas supersticiones.