TIEMPOS DEL MUNDO

martes, 25 de octubre de 2022

LOS DEMONIOS DEL CONVENTO: El extraño caso de las monjas de Santa Clara (Trujillo, siglo XVII)

En 1674, un numeroso grupo de monjas del convento de Santa Clara de Trujillo declararon estar “poseídas por el demonio”. Basado en documentación del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de Lima, analizamos los detalles de este extraordinario acontecimiento que explica el significado del demonio en la sociedad colonial. Sucedió que una religiosa de 22 años, Luisa Benítez, comenzó a tener visiones, además de una enfermedad incurable, hechos que fueron interpretados por su guía espiritual “como obra del demonio”. En poco tiempo, cerca de cincuenta mujeres, entre monjas, novicias y jóvenes, comenzaron a experimentar síntomas similares, ante lo cual el comisario de Trujillo decidió escribirle al Tribunal de la Inquisición en Lima para que investigara. Cabe precisar que hechos de este tipo fueron recurrentes en el continente europeo a principios del siglo XVII, principalmente en países católicos como Italia, Francia y España. Sin embargo este episodio representa, el único caso colectivo registrado en América. La clave, sería el director espiritual que les transmitió a las monjas la idea del demonio y las prácticas de exorcismo que aparecen en libros traídos de Europa, que de hecho son los mismos que se ven en los conventos europeos donde ocurrieron casos similares. Otro punto que llama la atención, es la conflictividad que se generó en torno a este caso y que dejó al descubierto las tensiones existentes entre franciscanos y dominicos. Mientras los primeros, quienes tenían la tutela del convento, defendían la veracidad de los hechos, los segundos dudaban, calificando los acontecimientos de ser un engaño, lo cual se explicaría por el deseo de los franciscanos de tener a su propia santa ante la por entonces reciente proclamación de Santa Rosa de Lima, de la orden de los Dominicos, como la primera santa del continente americano. No hay duda de que los siglos XVI y XVII constituyeron la época dorada del demonio. Probablemente a causa de la fractura en el cristianismo por el protestantismo y de la proliferación del descreimiento. Se hizo muy corriente que los religiosos acusaran al demonio de ser el culpable de las tentaciones y los pecados que cometía la gente, como también de los males, las enfermedades y las desgracias que, consciente o inconscientemente, sembraban el miedo y el terror entre la población. No era de extrañar que esos tiempos tanto Dios como el demonio, estuvieran presentes en la vida cotidiana de la gente, en tanto ellos decidían el bien y el mal. Se decía que uno de los poderes más extraordinarios del demonio era que podía llegar a apropiarse de las personas, hasta someterlas a grandes mortificaciones para conseguir su voluntad y llevarlas a cometer graves pecados. Llama la atención que en muchos casos, fueran religiosos los que manifestaban con sus actos extraños y sus palabras delirantes la presencia de “una fuerza sobrenatural” que los gobernaba. Aunque resulte sorprendente, los monasterios fueron lugares frecuentados por el demonio. La exaltada espiritualidad, los rezos, las devociones y las privaciones de los monjes y las monjas no conseguían cerrar las puertas a los demonios. De esta manera, los posesos y posesas, ciertos o falsos, proliferaron en el mundo católico. Sin embargo, una novedad la ofrecían las posesiones demoníacas colectivas en los conventos de mujeres. En Europa la más conocida ocurrió en el monasterio de las monjas ursulinas en Loudun, una pequeña población francesa, un caso lleno de dramatismo y espectacularidad, que terminó con la muerte en la hoguera del confesor Grandier. En el contexto hispanoamericano, el único caso conocido ocurrió en Trujillo (ubicado al norte del Perú). La singularidad de este acontecimiento también atrajo la curiosidad y el interés de distintos historiadores. El mundo hispanoamericano no era ajeno a la propagación de la figura del demonio. La evangelización de los indígenas fue el escenario privilegiado de divulgación de la existencia del demonio. De Méjico a Chile su figura se representaba en los murales de las iglesias y conventos. La explicación dual de las fuerzas que controlaban el universo, sustentada en la existencia de Dios y su contraparte, el diablo, fue el esquema mental trasladado al Nuevo Mundo. Así que cuando en 1674 empezaron a darse las extrañas manifestaciones en las monjas del convento de Santa Clara de Trujillo, todos coincidieron en nombrarlas como demoníacas. Aunque el número de monjas obsesionadas por el demonio varía, lo cierto es que sus extraños comportamientos, sus movimientos, sus visiones, sus relatos cargados de erotismo y los cambios en sus voces provocaron un estado de alarma en toda la provincia y, en general, en todo el reino del Perú. La intervención del Tribunal de inquisición, siempre cauteloso con estas manifestaciones, en especial si se daban en mujeres, así fueran religiosas, buscó neutralizar los rumores. Pero pronto se hicieron visibles los conflictos entre las órdenes franciscana y dominica, los prejuicios hacia indígenas, negros y mulatos y, en general, la importancia que tenían las experiencias sobrenaturales entre la población. Las dudas y contradicciones entre los calificadores del Santo Oficio, como también entre las innumerables personas que dieron declaraciones, revelan las incertidumbres y pocas certezas que se tenían sobre las posesiones demoníacas. Las sentencias decretadas contra los desviantes, más que definir y explicar lo ocurrido, mantuvieron el suspenso, la ansiedad y la angustia por el príncipe del mal. Hay quienes afirman que la posesión demoníaca de las monjas trujillanas, más allá de ser un fenómeno propio de la espiritualidad cristiana, era un caso de características típicamente coloniales. No tanto porque sucediera en un convento femenino, para más distinción, ni porque se enfrentaran dos importantes órdenes religiosas por su control espiritual, como porque pronto se culpó y acusó a los indígenas de ser los causantes de introducir al diablo en el convento. Adicionalmente, las características fisonómicas de los demonios que las monjas nombran acerca de sus visiones oníricas hacían clara referencia a hombres negros y mulatos, una población, por cierto, muy numerosa en la región. Según se describe, “espíritus malos se habían apoderado de los cuerpos de las monjas”, hecho que había generado gran alarma en toda la ciudad. Aunque no se podía precisar si estaban "endemoniadas, maleficiadas o hechizadas", se habían realizado grandes penitencias, sacramentos y procesiones con las imágenes del Santo Cristo de Guzmán, de Burgos, y de Nuestras Señoras del Rosario, de la Gracia y de Santa Rosa, y para el siguiente viernes tenían programada una procesión en la iglesia catedral con la imagen de Nuestra Señora de Huanchaco, cuyo destino final era el convento de Santa Clara. Todo ello destinado a brindar consuelo a las monjas afligidas por el demonio, pero también realizado para pedir piedad al Señor por tan terrible calamidad, ya que la presencia de los demonios en el convento era seguramente un castigo divino por los pecados cometidos. En tales circunstancias, algunos prelados no ocultaban el temor de que la acción de los demonios se extendiera por el resto del país. De acuerdo con varios testimonios, especialmente el del padre Francisco del Risco, confesor de dos de las principales posesas, desde el año anterior habían empezado a darse extrañas manifestaciones en las monjas, que, por los muchos padecimientos que sufrían, consideró que podían ser obra del demonio. Tras consultarlo con su superior, el padre Risco inició una serie de exorcismos con el propósito de expulsar los demonios de los cuerpos de las monjas. Bien por su falta de experiencia o por la tenacidad de los demonios, los exorcismos se extendieron por mucho tiempo. Poco a poco nuevas monjas manifestaron encontrarse contaminadas con el mal, como si se tratara de una enfermedad que se regaba por todo el convento. En los exorcismos a las monjas participaron muchos religiosos, tanto franciscanos como dominicos y agustinos. Era de esperar que un hecho tan alarmante no podía quedar oculto y un desfile de gente acudía al convento para ver a las monjas endemoniadas. Sus convulsiones, contorsiones, risas y toda clase de manifestaciones extravagantes producían asombro, pesar y terror entre los espectadores. No podían explicarse que el demonio atacara a mujeres cuyas vidas estaban dedicadas a la devoción, a la oración y a la piedad. Las monjas entendían sus padecimientos como retos que les ponía el Señor en su camino de purificación. Eran pruebas que debían vencer. En medio de sus dolencias, manifestaban rabia, rencor, vergüenza y arrepentimiento por los pecados cometidos, aunque estas monjas piadosas no cometían faltas graves; cuando más, pecaban por falta de humildad, sumisión y misericordia. Pero esta no era solamente una actitud o un sentimiento exclusivo de los místicos. Durante esta época dominaba una mentalidad culpabilizadora, que explicaba los accidentes naturales, las enfermedades y las desgracias como castigos divinos, casi siempre explicados por los frailes y los sacerdotes como consecuencia de la lascivia, la impiedad y el olvido de Dios. Luisa Benítez, la que primero cayó en poder de los demonios y la que más sufría sus tormentos, insistía en que eran pruebas divinas y que el dolor que le causaban más la animaban a complacer al Señor, redoblando los ayunos y mortificaciones. De poco valían los consejos de su confesor, de los médicos y de las monjas para que se alimentara y dejara de mortificar su cuerpo. Entretanto, los demonios hacían presencia de distinta manera en sus víctimas. En el caso de las monjas de Santa Clara el demonio se manifestaba en forma de hombres negros de gran tamaño, sujetos lascivos y seductores que buscaban conducirlas al pecado. La relación del demonio con la raza africana es constante en los informes. ¿Por qué aparecieron los "espíritus malos" en el convento de Santa Clara? Ya hemos comentado que quienes calificaron el mal que padecían las monjas como demoníaco lo explicaron como “un castigo divino”. La posesión demoníaca era aceptada por el Señor para conducir al perfeccionamiento de sus espíritus. Sin embargo, muchas personas, religiosas y laicas, dudaban o no creían que fueran demonios los que tenían afectadas a las monjas. Para ellos se trataba de una hechicería o de una brujería. Esta fue la razón de que muchos interrogatorios se orientaran a descubrir si alguien podía haber atacado con hechizos al convento. El comentario de que en el pasado se había llevado a un curandero para tratar a una monja enferma dio pie a pensar que este podía ser el culpable de la situación que ahora se vivía. Según se dijo, el curandero estuvo solo con la enferma, le dio algunos bebedizos, mandó quemar algunas prendas y pidió que le quitaran la sal de sus alimentos. Sorprendidos de que se hubiera dejado solo al curandero en la celda con la monja, los oficiales inquisitoriales insistieron en preguntar a qué otros lugares había tenido acceso y qué otras cosas había hecho. La idea de que se trataba de un maleficio o un hechizo resulta comprensible por el contexto social y cultural de la región, donde el curanderismo y las prácticas curativas indígenas tenían una existencia milenaria y se constituían en tradiciones condenadas y prohibidas en el orden colonial, consideradas por la iglesia como obra de Satanás. Aunque la abadesa del convento llegó a decir que 56 monjas "eran molestadas por los demonios", dos tuvieron particular protagonismo en este proceso: Luisa Benítez y Ana Núñez. Según su confesor, Francisco del Risco, fueron de las primeras en presentar las manifestaciones demoníacas y las que parecían estar más dominadas por los malos espíritus y le daban más dificultades para sosegarlas. En ellas terminó enfocándose la investigación inquisitorial. Cabe agregar que ya desde niñas estas dos monjas tuvieron visiones sorprendentes. Por ejemplo, Luisa Benítez declaró que desde muy niña ha visto visiones de culebras, hombres y mujeres de aspectos formidables y de toros que ordinariamente se le ponían delante, y la instaban a que se fuera tras ellos llevándola en contra a su voluntad a partes remotas y escondidas, representándole tentaciones de la carne, aun cuando tenía tan poca discreción que no discernía ser ofensa de Dios sino parecerle solamente mal para lo del mundo y que podían castigarla por ello las personas que la criaban y doctrinaban; y creciendo la edad fueron aumentando las dichas visiones y tentaciones; Por su parte, Ana Núñez afirmaba que a "muy tierna edad se le representó un negrito como que comenzaba a gatear, y entendió que era el demonio y le produjo gran horror". Estas representaciones aumentaron, especialmente en el caso de Benítez, que comentaba a esas sensaciones se sumaba que sentía que su cuerpo se abrazaba en calor y continuaba con visiones de demonios negros y enormes serpientes. Fue esta posesión sexual de los demonios lo que conllevó los exorcismos del padre Francisco del Risco. Exhausta de los padecimientos físicos, Benítez estuvo al borde de la muerte. Sus sentimientos de culpa, rabia, remordimiento y pudor la sumían en un mar de aflicción. Debido a ello extremó su devoción pasando innumerables horas dedicadas a la oración, la meditación y la penitencia. No comía, dormía pocas horas y se martirizaba con el cilicio. En sus confesiones al padre Risco llegó a creer que todo era a causa de no haber sido bautizada correctamente, por lo cual le pidió insistentemente que la bautizara nuevamente, rito que se llevó a cabo de manera muy peculiar: a través de una ventanilla por la que ella sacó la cabeza. El bautizo no acabó los demonios, pero sí suscitó muchos comentarios por la forma tan irregular en que se había realizado. Una de las cuestiones más inquietantes para los religiosos fue la manifestación de Ana Núñez de que la única que podría someter sus demonios era Luisa Benítez. A manera de recomendación, les decía que no gastaran energías en realizarle exorcismos porque no podrían vencer sus demonios. Estos solo obedecerían al "espíritu bueno" de Juana Luisa. Algo que quisieron probar, de modo que, en una ocasión que Ana se encontraba energúmena e incontrolable, llamaron a Luisa, quien puso su mano en la frente de Ana y la sosegó. Esta manifestación fue interpretada como un acto de rebeldía y soberbia hacia los religiosos, aunque también se entendía la fuerte amistad que ambas tenían. Lo que sorprendió y exasperó a las autoridades inquisitoriales fueron las expresiones de Ana sobre “cierta dimensión mística y santa de Luisa” que les sonaba a herejía. Un desarrollo de su veneración por Benítez fue "la estampa" que hizo de ella, con base, dijo, en una visión que tuvo durante la meditación. En dicha imagen representaba el alma de Juana Luisa como si fuera una santa: “La imagen tiene dos coronas en la cabeza, la primera es de espinas, la segunda de flores con piedras preciosas, tres coronas en la palma, la primera de virgen, la segunda de mártir y la tercera de gracias y prerrogativas”. A ello debemos agregar que se extendió la alarma entre las autoridades cuando supieron que la fama de santidad de Benítez se había extendido en el convento y que había monjas que llevaban sus crucifijos para tocar su cuerpo, a manera de reliquias. Incluso se llegaba a decir “que era más santa que Santa Rosa”. La posesión demoníaca de las monjas de Trujillo era definida como una pasión, como algo incontrolable. De hecho, a las monjas se las nombraba energúmenas por la fuerza descomunal que tenían. Llegaba a decirse que se necesitaba hasta tres hombres para controlarlas. Pero también se las nombraba así por sus maledicencias y palabras impronunciables. Pareciera, así, que al convento de Santa Clara no había llegado un demonio, sino toda una legión. El padre Francisco del Risco, en un informe de 15 folios que entregó a la Inquisición, comento que inicialmente aparecieron 25 legiones de demonios. El príncipe o capitán de esta legión era Lariel, un demonio que causaba grandes tormentos a Luisa Benítez. Unas veces se presentaba en forma de ternero con muchas cerdas, pero más comúnmente aparecía como una serpiente. Cuando Risco le pidió que se identificara, dijo: “Soy yo Lariel, tengo cinco alas en memoria de los cinco coros que gobernaba en mi felicidad, y así tengo de cada jerarquía un demonio que fue de aquella jerarquía o coro en cada ala, en el primer puesto, o ala es ángel, en el segundo arcángel, en el tercero trono, en el cuarto dominación, en el quinto principado y fue diciendo sus nombres”. Esta era una explicación bíblica, demasiado intelectual para el contexto de un exorcismo. Aunque en el texto se nombra a Lucifer, no parecería ser el demonio más importante en el caso de estas monjas. Luego de Lariel y su legión, el padre Risco nombró a Manuquiel, un serafín capitán de veinte demonios. Otra legión, más grande aún, de 40 demonios, era capitaneada por Sodoquiel. Llama la atención que los nombres de estos demonios terminan en "el" o en "on". En el listado que elaboró el padre señala la antigüedad de su aparición, por qué actuaban y la forma que tenían. “El más antiguo era Manuquiel, que hacía 18 años se había metido en el cuerpo de Luisa. Otros tenían algunos años o algunos meses” anotó. La historia de Sodoquiel, relatada por el padre Risco, es sumamente curiosa. Según le dijo, vino en el año 1750, exactamente el 22 de septiembre, cuando nació la víctima. Vino o fue enviado por Dios para que los pecadores, viendo los tormentos de esta criatura (Luisa Benítez), se arrepintiesen y sirviesen a Dios enmendando sus culpas. Así, los demonios de Santa Clara no solo eran imaginarios: también eran físicos, materiales. La lucha contra ellos, entablada en los exorcismos, es descrita como una verdadera batalla. Un enfrentamiento que podía durar varias horas. Los exorcismos del convento de las monjas de Trujillo se convirtieron en un espectáculo público. Algo muy semejante a lo que ocurrió en Loudun, donde en verano se volvió destino turístico privilegiado el ir a ver exorcismos. Otra cuestión extraordinariamente importante, que sin duda influyó en la actuación del padre Francisco del Risco, fue el clima espiritual y religioso que se vivía. La canonización reciente de Santa Rosa había creado un furor de santidad. Una especie de arrebato se vivía en todos los pueblos y ciudades, tratando de replicar el ejemplo de la virgen de Lima. En cierto sentido, se estimulaba la experiencia sobrenatural. Sobre este punto se dice que había una especie de competencia por fabricar otra santa. Los mismos religiosos entendían el prestigio que podía darles una pupila canonizada. Pero, la relación del padre Risco con Benítez tuvo extraños visos en los que los celos era una de sus partes más visibles. Por ejemplo, sorprendía que se opusiera con gran vehemencia a que otros prelados la exorcizaran, actitud que no mostraba en el caso de otras monjas. Es más, Benítez era la única a la que confesaba y exorcizaba. De su lado, esta pregonaba que el único que podía exorcizarla era el padre Risco. Estos hechos generaban suspicacias y fueron tomados en cuenta por la Inquisición en el momento de dictar su sentencia. La definición de la naturaleza de los males que sufrían las monjas de Santa Clara, o el "discernimiento de los espíritus", como lo llamara el padre Risco, pronto develó una diferencia de criterio bastante grande entre los religiosos. Los dominicos, que fueron quienes reclamaron la presencia del Tribunal de Inquisición, sostenían que no había ninguna posesión diabólica. Por el contrario, los franciscanos cerraron filas en torno a su existencia. Para había múltiples pruebas de que las monjas estaban poseídas por fuerzas malignas. Si no, ¿de qué otra manera se podía explicar tanto agravio y sufrimiento en "criaturas tan piadosas"? Era evidente que sus arrebatos, visiones, laceraciones, dolencias físicas y sicológicas eran producidas por seres demoníacos. Mientras tanto, los padres dominicos que rindieron declaración lo hicieron con bastante desprecio hacia las monjas que se decían poseídas. Por ejemplo, el padre Joseph Enríquez llegó a afirmar que, contrario a lo que se decía sobre el estado de salud de las monjas, estaban muy gordas. Por su parte, Nicolás Cobos expresó que lo habían presionado para que dijera que se trataba de demonios, ya que negarlo afectaba la "honra" de los franciscanos. Uno de los principales argumentos de los dominicos para negar que fueran demonios los que habitaban en las monjas era que no hablaban latín, ya que es sabido que las personas poseídas hablaban lenguas desconocidas. Cuando las ponían a prueba hablándoles en latín, decían que no entendían lo que les decían y se ofuscaban. Otra cuestión era que no levitaban ni se suspendían en el aire. Por eso muchos se mostraron enfáticos en negar la presencia de demonios y que todo era un fraude. De todo ello se dio cuenta a la Inquisición, que se encargo del caso, que actuó con suma lentitud. Si bien el proceso de indagación sobre los acontecimientos ocurridos en el Convento de Santa Clara se llevó a cabo en los meses finales de 1674 e iníciales de 1675, los conceptos de los calificadores se dieron recién en 1678 y la sentencia solo vino a dictarse el 5 de septiembre de 1681. Antes, se preguntó a cerca de quince religiosos franciscanos, jesuitas, agustinos, dominicos y mercedarios su parecer sobre las dos monjas. Algunos las definían como ilusas, tal vez supersticiosas y llevadas de sus caprichos. En todo caso, las creían devotas y de comportamiento piadoso. Sin embargo, dudaban de su verdadera devoción. Para muchos en cambio, sus visiones rayaban en la apostasía, la herejía y el luteranismo, por lo que merecían ser quemadas en la hoguera. Ante tal diversidad de opiniones, el inquisidor de Lima, Francisco Luis de Bruna Rico, solicitó al dominico y calificador del Santo Oficio, Martín de Pereira, un concepto que le diera mayor claridad sobre el caso. Lo esencial de su calificación se orientó a descalificar que fueran posesas, especialmente porque no sabían cosas ocultas, ni hablaban otros idiomas, ni daban razón de argumentos teológicos. Más bien, insistía, podían ser ilusas diabólicas, mujeres a las cuales el demonio usa para hacer mayores males. El Tribunal se reunió el 5 de septiembre de 1781 en horas de la tarde. Sobre si eran posesas del demonio o eran "embustes y ficciones de ellas", parece que no tuvieron claridad, por lo cual decidieron enviar la causa a Madrid. Y mientras llegaba la resolución, ordenaron el arresto de las dos monjas y su reclusión en cárceles secretas. Igualmente les prohibieron, so pena de excomunión, comunicarse de palabra o por escrito, en público o en secreto. Así mismo, mandó el Tribunal que el padre Francisco del Risco, bajo pena de excomunión, no se comunicase con ellas, en forma verbal, escrita o por interpuesta persona. Además, les fue prohibido volver a visitar la ciudad de Trujillo. Se desconoce si en Madrid se trató el caso de las monjas de Trujillo. Mucho menos se sabe si hubo alguna sentencia adicional. Es muy probable que no y que el caso quedara en el olvido. Tampoco sabemos cuál fue el destino de Luisa Benítez y Ana Núñez. ¿Cuánto tiempo estuvieron presas? ¿Cumplieron la prohibición de comunicarse? Seguramente, en su aislamiento, dedicadas a la oración, continuaron batallando contra el demonio. Se trato de un caso - repetimos - ocurrido en el siglo XVII, tal vez la época de mayor exaltación espiritual. Más aún en el caso peruano, donde la canonización de Santa Rosa había producido un verdadero auge espiritual y un afán por parecérsele, no importándoles llegar a la herejía. Demás está decir que el comportamiento mostrado por ambas sirvió a los funcionarios de la Inquisición para señalarlas como agentes del demonio, por lo que no deja de sorprender que el Tribunal no hubiera señalado en forma clara si la posesión demoníaca había existido. Simplemente silenció el tema y pasó el problema a Madrid, desatendiéndose del asunto. Para concluir, ¿qué nos enseña el caso de las monjas posesas de Trujillo? En primer lugar, que en el Perú del siglo XVII se vivió una intensa espiritualidad, una vivencia en la cual intervinieron de manera especial las órdenes religiosas, interesadas en obtener reconocimientos a su labor. El caso de la impericia del padre Risco en la guía espiritual de Luisa Benítez y Ana Núñez no debería sorprendernos y, más bien, habría que entenderlo como parte de este fenómeno de búsqueda de notoriedad generalizado. En segundo lugar - reiteramos - los conventos no eran entidades aisladas de la sociedad y mantenían innumerables vínculos con los distintos grupos sociales, además que sus gruesas paredes no los defendían del demonio, ya que este habitaba dentro, en la propia concepción cristiana del bien y del mal.