Un 25 de enero de 1569, hace 450 años, se creo en Lima el Tribunal de la Inquisición, una de las más sanguinarias y siniestras instituciones ideadas por una corrupta y decadente Iglesia Católica “para combatir a la herejía”, el cual entró en funciones en 1570 siendo Virrey del Perú Francisco de Toledo, iniciando sus actividades en un local que se ubicaba al frente de la Iglesia de la Merced, en el actual jirón de la Unión; pero, como este era muy céntrico y resultaba poco propicio para su funcionamiento, en 1584 se trasladó a su sede definitiva en la Plaza de la Inquisición (hoy Plaza Bolívar), donde funcionó hasta su abolición en 1820, durante las guerras de la Independencia. Su misión era perseguir implacablemente a todos aquellos “herejes” quienes resultasen sospechosos de ser luteranos y judíos, los cuales eran torturados brutalmente con un sadismo nunca antes visto para obligarles a confesar sus “pecados” luego de lo cual, convertidos en despojos humanos, eran arrojados aun vivos a la hoguera en los llamados Actos de Fe para que “se purifiquen de sus pecados” que era ejecutado en la Plaza Mayor como si fuera un espectáculo público. Tamaña monstruosidad también estaba reservada para aquellos infelices que eran acusados de brujas y hechiceros, quienes sabían el destino que les esperaba al caer en las garras de esta institución tan maldecida. Uno no puede imaginar el sufrimiento que causaban esas bestias en nombre de la “Santa Madre Iglesia Católica Apostólica Romana”. El miedo que originaba era tal que muchos temían incluso de pronunciar su nombre. Nadie estaba a salvo de sus garras ya que uno podía ser espiado por su vecino y por venganza denunciado ante el tribunal. Así, al aparecer la tenebrosa calesita verde en la puerta de la casa del acusado, podría considerarse perdido ya que una vez conducido a las mazmorras, su condena era segura. El odio acumulado durante siglos hacia esa institución estallo por fin en 1813, cuando las Cortes de Cádiz decretaron su abolición en todos los dominios españoles y la noticia como no podía ser de otra manera, fue recibida con júbilo por la población limeña, que se lanzo a las calles a manifestar su rechazo a esta forma de tiranía religiosa. En Lima, gobernada en ese entonces por el Virrey Fernando de Abascal, apenas se dio a conocer la noticia al ser publicada en La Gaceta, muchas personas movidas por la curiosidad y con gran excitación, entraron por la fuerza a la sede del Tribunal y al ver que estaba desierta y nadie la custodiaba, hicieron victimas de su furia a la mesa y sillas de la entrada que fueron rápidamente destrozadas. Ingresando a la Sala de Audiencias, arrancaron las gruesas cortinas adornadas con el escudo del Tribunal y fue allí donde descubrieron que el gran crucifijo que presidía la Sala, muchas veces invocado para solicitar la absolución o el castigo de algún acusado era movible: un hombre se escondía en la escalera, entre las cortinas e introduciendo sus manos a través de la cabeza de Cristo movía esta en forma de asentir o disentir. Cuantas personas perdieron la vida o sus propiedades por este juicio “santo”, e invadidos por el miedo de esta falsedad, nunca apelaron. La gente ahora exasperada de rabia tras este descubrimiento gritaba “venganza!” una y otra vez, arrancando el crucifijo y partiéndolo en cientos de pedazos. A continuación, la puerta que conducía al interior de la llamada Sala del Secreto, que conducía a los archivos, fue bruscamente destrozada. Aquí hallaron armarios llenos de papeles, conteniendo los expedientes de aquellos infelices que habían sido acusados o juzgados y encontraron además los nombres de varios conocidos y aun de aquellos que participaban en el asalto al odiado Tribunal en ese momento. Muchos de los que hallaron sus propios nombres allí, cogieron los papeles y los guardaron en sus bolsillos. Se encontraron además libros ‘prohibidos’ en abundancia, los cuales pasaron a manos de sus nuevos dueños. También había una gran cantidad de pañuelos de algodón impresos. Estos habían provocado el desagrado de la Inquisición porque tenían estampada una figura religiosa, levantando un cáliz en la mano y una cruz en la otra. Tal vez algún comerciante las había mandado estampar como insignias devotas y pensó así tener muchos compradores, pero olvido que podían ser utilizadas para limpiarse la nariz o escupir sobre la cruz, incurriendo en herejía. Para prevenir tal crimen, el tribunal religioso había decomisado toda la mercadería al por mayor, omitiendo pagar su valor al propietario, quien pudo considerarse afortunado de no terminar de combustible para la hoguera. Saliendo de esta habitación, la gente ingresó por fin en la siniestra sala de torturas, donde pudieron descubrir todos los monstruosos aparatos que solo una mente demoníaca pudo crear. Maquinas para arrancar la lengua a los acusados, otros para fracturarle los huesos y mas allá cepos y en la pared aun colgados, látigos de todo tipo, que aun seguían endurecidos por la sangre seca que contenían. En un momento todos miraron hacia la puerta, temerosos que se cerrara con ellos dentro. Al principio se pronunciaban maldiciones, que al poco rato se cambiaron por insultos contra quienes inventaron tales tormentos. Las paredes además estaban adornadas con camisas de pelo de caballo - el cual no era una vestimenta tan cómoda luego de una flagelación - cuerdas con huesos humanos para amordazar y pinzas para arrancar la lengua a aquellos que se atrevían a cuestionar este tribunal. En una esquina se encontraba un caballo de madera, pintado de blanco: era el potro de tormento, destinado a servir como instrumento de tortura y al igual que los aparatos encontrados, fue instantáneamente destrozado por quienes que ya se encontraban dentro de local. Continuaron su recorrido, esta vez por las celdas: todas estaban abiertas y vacías, algunas eran pequeñas e incomodas, otras tenían un pequeño patio adyacente. Hacia la noche habiendo examinado cada rincón de esta siniestra prisión, muchos se retiraron llevando todo lo que pudieron, entre libros, documentos y otros ‘trofeos’ varios de los cuales fueron distribuidos en la puerta, particularmente los pañuelos mencionados anteriormente. Al día siguiente, el arzobispo desde la catedral, declaro ex-comulgados a todos los participantes que habían tomado y retenido en su poder cualquier cosa que hubiera pertenecido al ex-tribunal de la Inquisición. Como consecuencia de esta declaración, hubo quienes devolvieron lo que tomaron. Sin embargo, la gran mayoría de lo saqueado se perdió irremediablemente y cuando la Inquisición fue restablecida por Fernando VII en 1814, no era ni la sombra de lo que fue y en lugar de seguir persiguiendo brujas, judíos y herejes, se dedico - cual policía política - a impedir que los patriotas continúen diseminando sus ideas revolucionarias, limitándose a llamarles la atención y enviándolos a sus casas. Atrás quedaron los tiempos que por cualquier nimiedad, uno podía terminar quemado vivo. Con la proclamación de la Independencia, la Inquisición se declaro extinta y nadie se acordó más de ella, pasando su sede a ser propiedad del Congreso, convirtiéndose en un museo de horror en el cual se puede apreciar actualmente las salas de tormento e instrumentos de tortura - copias de las originales destruidas en 1813 - para darse cuenta de los métodos sangrientos utilizados por la Iglesia Católica para intentar mantener sometidos a la gente. Pero como podéis notar, nada es eterno.