TIEMPOS DEL MUNDO
martes, 23 de noviembre de 2021
SHUAR: La aterradora tribu que reducía la cabeza de sus enemigos para apoderarse de su espíritu
Cuando los españoles llegaron a América a partir de 1492 lograron doblegar a todos aquellos que se interpusieron en su camino para la conquista del continente. Bueno, no todas. Los shuar fueron una excepción. Esta tribu que habita en la cuenca amazónica de Ecuador y Perú logró con su salvajismo y métodos barbaros mantener alejados a sus enemigos. Primero fueron los Incas y luego a los conquistadores llegados del viejo continente, quienes les denominaron jíbaros de forma despectiva. Además, sus macabras prácticas tras ganar una batalla hacían que los invasores se lo pensaran dos veces. Y es que los shuar tenían una particular forma de asegurarse de que habían acabado con los enemigos: no sólo les cortaban la cabeza, sino que les sacaban los huesos del cráneo para reducir su tamaño. Es decir, reducían el tamaño de sus cabezas para acabar con su alma y luego las conservaban como si fueran trofeos de guerra. Una práctica conocida como tzantza que fue prohibida en el Perú en los años 50 y posteriormente en Ecuador. Como en la mayoría de ocasiones, este tipo de prácticas están relacionadas con sus creencias religiosas, mágicas o espirituales. Los shuar vivían en comunión con la naturaleza y para ellos era muy importante la conexión con el universo porque creían en la vida luego de la muerte. Para ellos, cuando alguien muere, su espíritu sigue vivo en la cabeza y la manera de acabar con él es mediante el tzanza. Para lograrlo, el vencedor tenía que cortar la cabeza del rival y reducirla mediante un elaborado proceso y de esta manera dejarían encarcelado al espíritu del vencido, una forma de esclavizarlo. La creencia popular era que al estar encerrado en la cabeza, seguía vivo y así trabajaría en beneficio del poseedor de la cabeza. Así, luego de una batalla, se procedía a elegir la cabeza de algún enemigo, a ser posible del más poderoso, y se le cortaba lo más cerca de los hombros posible. Acto seguido, realizaban un corte en la parte posterior para poder retirarle la piel del cráneo. Posteriormente, utilizaban un objeto cortante para sacarle los ojos, la grasa y los músculos para que quedara el hueso limpio, tapaban todos los orificios con espinas -para que no escapara el espíritu y se vengara- y cocían la piel durante media hora en agua sin que llegara a hervir. Este punto era importante porque corrían el peligro de que si el agua estaba muy caliente la piel se pudiera romper y desprender el pelo. Cuando la piel ya había reducido su tamaño, le daban forma de bolsa para manipular sus rasgos con piedras calientes grandes primero, más pequeñas después y finalmente con arena. La temperatura hacía que el tamaño de la cabeza se redujera un quinto de su tamaño original. Luego retiraban las espinas y rellenaban el hueco de los ojos y la boca con otros materiales. Para acabar el proceso, le daban un tono más oscuro a la piel frotándola con ceniza y adornaban la cabeza con plumas, caparazones de escarabajos o conchas. Para acabar su particular “souvenir”, le practicaban dos agujeros en la parte superior del cráneo para meter una cuerda y colgárselo al cuello a modo de talismán. Pero estos amuletos tenían fecha de caducidad porque perdían sus poderes. Cuando las mujeres dejaban de ser fértiles o las cosechas no eran buenas era un síntoma de que los espíritus de las cabezas estaban empezando a perder su poder. Esto solía ocurrir al año y medio o dos años de haber realizado el tsansa y era habitual ver cómo los miembros de la tribu cambiaban las cabezas por otros objetos cuando recibían la visita de algún explorador europeo o estadounidense. Se dio el caso que la demanda por esas macabras piezas era tal, que los indios reducían cabezas de monos y ofrecidas como si fueran humanas. Solo cuando llegaban a su destino y eran estudiados por los especialistas, se descubría el fraude. Aun así, el comercio de cabezas humanas continúo por un tiempo, terminando exhibidas en los museos, hasta que las protestas cada vez más frecuentes de quienes se oponían a ello, obligaron a que sean retiradas y en algunos casos, devueltas a sus países de origen. Al respecto, la curadora estadounidense Anna Dhody, del Museo Mütter de Filadelfia, EE.UU., asegura que a pesar de que los shuar convivan con el mundo moderno, sus creencias no han desaparecido y continúan practicándolo en secreto.